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José Luis: un gran tipo
He querido dejar para el final de este curso una asignatura, un profesor y un educador que guardan una gran relación entre sí por recaer las tres cosas en la misma persona, y que fueron de lo más agradable para mí en este curso.
La asignatura era Física y Química; el profesor y educador, José Luis Rodríguez Lázaro. Un gran amigo de todos los que convivimos con él. Una excelente persona. Nacido en Aguasal; como había jugado de portero con los profesores y curas contra nosotros, le apodábamos «el Gato de Aguasal», por los versos que le dedicó el padre Fierro en el pregón de las Fiestas Rectorales. Precisamente en esos versos fue cuando me equivoqué y me puse a cantar. Los versos decían así:
El Gato, que es de Aguasal,
bajo los palos se aposta,
para hacer la portería
un poquito más angosta.
Era un gran conocedor de nuestros problemas como estudiantes y trataba de llevar las clases de la manera que más nos agradara, siempre llevando una línea de enseñanza correctísima. Su vocación no era el profesorado. Era perito electrónico, igual que Emilio Pastor. Pensaba que aquello era quedarse estancado en un pozo del que no podría salir para realizar sus ambiciones profesionales.
Todos nos llevábamos muy bien con él. Había una gran conexión entre profesor y alumnos y daba todas las oportunidades que se podían dar y que otros profesores no nos daban, para que la gente aprobara y no se desanimaran por un suspenso en la asignatura que él nos enseñaba.
Era la primera, y sería la última vez que nos enseñaban Química en el colegio. Para mí no era una materia desconocida, pues con mi padre había aprendido bastante en la escuela. Cuando empezamos con la química, yo era como un segundo profesor. José Luis se dio cuenta enseguida de que estaba más adelantado que ninguno y me dijo que les ayudara lo que pudiera a mis compañeros. Así hice. Formábamos una gran mesa en una habitación del dormitorio, a la que nos sentábamos el mayor número posible. Yo les enseñé todo lo que sabía, que entonces no era poco y después les preguntaba para ver si me habían entendido. Me entendían perfectamente. Pronto les hice coger la onda para subir a un nivel tan alto como el mío, e incluso superior.
Más tarde, con la disculpa de la química, seguíamos teniendo reuniones iguales, pero ya no eran para estudiar química. Hablábamos de mujeres, de fútbol; contábamos chistes... Miguel, el Tarta, se cabreaba porque no podía hacer más que mandarnos hablar más bajo, puesto que teníamos permiso para hacer aquellas reuniones.
Habíamos acabado ya la química con José Luis y seguíamos con las reuniones. Aquello nos había gustado y no teníamos ninguna intención de dejarlo hasta que se enterara Miguel de que ya no dábamos Química y nos prohibiera las reuniones.
Un día Miguel le preguntó a José Luis si creía necesario que tuviéramos aquellas reuniones para estudiar Química; y José Luis le dijo que sí, pero que la Química ya se había acabado hacía dos semanas.
Aquello encolerizó a Miguel:
—«Va a lentín, ¿se e ha ha estado bu urlando de e mí, e eh? Pu pu pues ya a verá. De e a ahora e e e en ad ade e elante ya a no ole ole ole pa a aso nnnnni u u una u una u una ma más. Va a mos a a ver qui quién rrrríe e e el uuu último».
Aquello me costó un 5 en responsabilidad y la consiguiente bronca del padre Fierro; pero no llegó la sangre al río. A todos los que participábamos de aquellas reuniones nos hizo mucha gracia.
La gente puso mucho interés en esta materia nueva y no hubo ningún problema para salir felizmente de este bonito trance que fue la Química.
José Luis estaba de educador en el otro dormitorio, donde estaban los de mecánica y automovilismo; y como educador, le tocaba cuidar de nosotros en el comedor a la hora de cenar.
A pesar de mis muchas travesuras en esta sala, siempre nos llevamos muy bien. El que cada uno desempeñara una actividad completamente distinta en el colegio no quitaba para que fuéramos buenos amigos.
Las partidas de ajedrez
Cuando acabábamos de cenar, me mandaba salir corriendo hacia la sala de juegos para coger un juego de ajedrez con el que pudiéramos jugar los dos. En la sala de juegos no había enchufismos, el que primero llegaba se llevaba el juego solicitado.
Allí me presentaba yo el primero para que una vez que llegara el encargado de la sala de juegos y abriera la puerta me diera el primer ajedrez.
Colocaba el ajedrez en la mesa y guardaba una silla para José Luis.
Unos minutos después llegaba mi flamante contrincante dispuesto a lo que también yo estaba dispuesto, a derrotar al oponente.
Ninguno de los dos tenía ni puñetera idea de alguna jugada. Casi no sabíamos ni salir. No sabíamos más que los movimientos de cada pieza..., y mal, por lo que prácticamente aquello se parecía más al juego de las damas que al del ajedrez.
Empezábamos moviendo los peones de tal manera que enseguida nos los comíamos. No nos gustaban los peones, los considerábamos un estorbo.
Detrás de nosotros se colocaban los intelectuales de este bonito juego para unos y aburrido para la mayoría.
Se mordían las uñas; comentaban las jugadas que podíamos hacer uno y otro, y que no hacíamos; se desesperaban al ver aquella «masacre»de piezas comidas; y José Luis y yo nos mirábamos muertos de risa, al ver que estaban más preocupados los de fuera que nosotros.
El recreo de después de cenar duraba media hora. A cualquier otra pareja que supiera jugar un poco no les hubiera dado tiempo ni a dar el primer jaque, pero a nosotros nos sobraba tiempo para dar unos cuantos, porque en cuanto quitábamos los peones del medio, aquello era todo jaque y jaque.
Algunos días logramos jugar hasta cuatro partidas, sí, señores, cuatro partidas; y el que no lo crea, que lo pregunte, que testigos hay que lo presenciaron.
Nos comíamos las piezas como si nos hubiéramos quedado con hambre después de cenar. Vaya escabechina que preparábamos.
Y ahora jaque. Cuando uno veía que con un jaque el otro no tenía escapatoria, se daba la vuelta a la tortilla y era el otro el que «jaqueaba» al primero. Pero, vuelvo a repetir, nuestra mayor diversión eran las discusiones que se levantaban en el graderío. ¡Qué voces!
Que si ahora Valentín tenía jaque mate si llega a mover la reina y la hubiera puesto enfrente del caballo.
Que si ahora José Luis mueve la torre hacia la izquierda, le come la reina a Valentín. ¡Vaya cisco!
Con el poco interés que poníamos nosotros, que lo único que queríamos era no perder la reina, porque esa se movía para todos los lados y daba todos los pasos que quería. Vamos, que andaba como a su antojo, «patrás», «palante», derecha, izquierda, en diagonal. Con la reina daba gusto.
Aquello era el «despiporre». Mientras los de fuera comentaban las jugadas y si nuestra risa nos lo permitía, José Luis y yo decíamos a la vez:
—Callaos, joder, que no nos dejáis concentrar y así no se puede jugar a este juego. Además, el que sepa más que... que se joda y se aguante, porque no le vamos a dejar meter baza.
Casi siempre quedábamos empatados a partidas ganadas. Era difícil que quedáramos en tablas, porque el que perdía la reina prácticamente se daba por vencido.
Si algún día solo jugábamos una partida, o jugábamos dos, y las ganaba el mismo; el que ganaba se reía del contrario intentando humillarle; y el derrotado no pensaba más que en una dura venganza para el día siguiente. ¡Qué ratos! ¡Cuánto añoro aquellos años!
Desmadre en el comedor
Tanta era mi confianza con José Luis que comprendo que algunas veces me pasaba. Armaba tanta bulla en el comedor cuando él nos cuidaba que un día tomó la determinación de castigarme a abandonar mi mesa y ponerme en otra solo, aislado de todos los demás y dando la espalda a todos.
No llegué a durar así ni una cena. Me sentía muy solo al no tener ni con quien hablar ni a quien hacer alguna picia.
José Luis se acercó a mí, mientras todo el comedor estaba pendiente de que yo armara alguna, y me dijo:
—Así estás más majo. No sabes estar como Dios manda, pues vas a estar como mande yo.
Yo me reía mientras pensaba qué podía hacer para volver a mi sitio, a mi mesa, con los míos.
Pensé que si seguía armando jaleo, o me expulsaba del comedor y me quedaba sin cenar, o me mandaba otra vez a mi mesa. Pensaba que si estando solo me comportaba bien, José Luis era capaz de tenerme así durante todo lo que restaba de curso. Decidí seguir siendo un chico revoltoso.
Miraba de reojo a mis compañeros, que se tenían que estar aburriendo mucho sin mi presencia. Cuando José Luis me daba la espalda, yo me volvía y hacía algún gesto —gesto que todos estaban esperando—, y enseguida volvía a mi posición normal, como si no hubiera hecho nada. El comedor se alborotaba como un gallinero al verme gesticular. José Luis se volvía y venía hacia mí:
—No te vuelvas porque te quedas sin cenar.
Se daba otra vez la vuelta y yo volvía a hacer alguna chorrada, ojo, nunca de burla hacia José Luis, que quede esto bien claro. Todo el comedor de nuevo explotando en una gran carcajada.
Miro de reojo a José Luis y veo que se me acerca. Pienso: «de esta sí que no te salva ni la caridad, Valentín; o tortazo o sin cenar».
Llegado José Luis a mi vera, de momento no hubo tortazo, y cuando yo pensaba que todo lo que había cenado era suficiente por aquel día, me dijo:
— ¿Sabes lo que te digo?, que si vas a seguir armando jaleo, prefiero que lo hagas desde tu mesa porque te ve menos gente. Aquí están todos pendientes de ti y les tienes a todos revueltos. Hala, majo, vete para tu mesa.
—Gracias, José Luis, por el aguante que tienes conmigo.
Y me fui a mi mesa; donde estaban mis amigos esperando que les contara todo lo sucedido.
No sé. Quizá, a lo mejor, alguna vez con la confianza... me pasé un «pelín»..., seguro que sí; pero yo era así y no lo podía remediar. Mil perdones, José Luis.
Carlos
Valentín Gil
- Junio de 2024-
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