...........................................................................................................................................................................................................................
HOLLYWOOD
El
caso es que para un día que podíamos salir uno a
bailar a alguna discoteca de la ciudad, no salíamos, porque
la entrada en el baile del colegio era mucho más asequible
que en las discotecas.
Un sábado salimos a la ciudad Rafa, Julián y yo.
No sabíamos qué hacer, y decidí llevarlos
a Hollywood, un pub muy bonito y de mucho lujo. Yo lo conocía
porque había estado un día con una amiga tomando
unos vinos.
Entonces nos habían costado diez pesetas cada vino; pero
aquello me había gustado porque tenían una pequeña
pantalla donde echaban películas de cine cómico.
En aquellos tiempos un vino en un bar normal costaba cinco pesetas.
Allí “pagabas” el lujo, pero pasabas un rato
entretenido con las películas.
Antes de ir les conté lo que yo había visto y el
precio de las consumiciones, vamos, de los vinos; que con nuestros
bolsillos renqueantes no daban para otras bebidas. Aceptaron encantados.
Íbamos muy contentos. Cuando entramos, en la puerta estaba
un señor con gorra de plato. Los camareros estaban vestidos
impecablemente y la gente que había allí tenía
un cierto aire de elegancia. La barra estaba llena y decidimos
pasar al fondo de la sala donde había otra barra más
pequeña.
Antes de pedir nada, un camarero se paseó a nuestro lado
ofreciéndonos un cigarrillo de los que portaba en una brillante
bandeja de plata. Yo acepté. Julián y Rafa como
no fumaban, no cogieron. El camarero nos preguntó qué
íbamos a tomar. Tres tintos, le dijimos. ¿Riojas?
Preguntó. Bueno. Asentimos.
Nos puso los tres tintos en unas bonitas copas, y a un lado un
papelito en el que había puesto el importe; importe que
no veíamos porque estaba en la parte oculta del papel.
¡Vaya leñazo que nos van a dar!, dijimos mis amigos
a la vez; y para más colmo ese día no echaban ninguna
película. Que no, ¿cuánto van a haber subido
el precio?, les dije.
El tinto estaba bueno. Decidimos no levantar el papel hasta habernos
bebido todo el vino, no fuera que se nos agriara de repente.
Apuramos hasta la última gota y decidimos levantar aquella
hojita rectangular de papel. La nota decía: “Son
120 ptas”.
A punto estuvimos de salirnos corriendo. Aquello era un robo manifiesto,
pero por no dar la “nota”, pusimos cuarenta pesetas
cada uno, pagamos y salimos de aquel local.
Yo barruntaba la que se me iba a venir encima. Mis amigos no estaban
dispuestos a pasar por alto aquella “putada” sin decir
lo que pensaban de mí, aunque yo no tenía ninguna
culpa de aquel sablazo. Me llamaron pestes de toda clase. Cuarenta
pesetas en aquellos tiempos no eran “moco de pavo”;
suponía gran parte de la propina que recibíamos
a la semana.
Yo les dije que la “bromita” me supondría estar
toda la semana sin fumar, y ellos me contestaron, al unísono,
como dos fieras:
–¡Te jodes y te aguantas, a nosotros qué nos
importa si fumas o no!–.
Durante toda la tarde me pusieron ambos una cara muy larga, como
si no estuvieran dispuestos a perdonarme nunca. Ya no entramos
en ningún sitio más a beber nada; en primer lugar
porque queríamos tener en nuestro paladar aquel buen sabor
del vino de Hollywood, que tanto nos había costado; en
segundo lugar y principalmente porque ya no juntábamos
entre los tres ni diez pesetas. No hablábamos ninguno.
Yo porque no me atrevía y ellos porque no encontraban más
pestes que llamarme. De repente saltó Rafa:
–¿Así que cine cómico, eh?–.
Yo contesté que yo qué culpa tenía...
Ahora le tocaba a Julián:
–¿Que qué culpa tienes, preguntas todavía?
Toda–.
Ya me estaban jodiendo más de la cuenta y no estaba dispuesto
a aguantar su críticas por más tiempo. Estallé:
–¿Sabéis lo que os digo?; que os den mucho
por el culo, y que si queréis ver películas os vais
a un cine de verdad; y si queréis un culpable os vais a
hablar con el dueño del bar, porque no estoy dispuesto
a seguir aguantando tantas “monsergas” de dos paletos
como vosotros.
–Bueno, joder, no te pongas así–. Dijo Rafa.
–¿Cómo quieres que me ponga , si ya os he
dicho que yo no sabía nada de lo que nos ha sucedido?
–Tampoco es para ponerse así–. Dijo Julián.
–Bueno, enano, pues se acabó la discusión–.
Le dije.
Ahí empezó la broma de verdad:
–No, si ya decía yo que con tanto lujo...
–Si tenían un portero hasta en los lavabos.
–Seguro que si vas al servicio, no te la tienes ni que sacar,
él te baja la cremallera de la bragueta; te la saca; te
la escurre; te la coloca bien en su sitio; te sube la cremallera
y te da una palmada en el hombro cuando sales de los servicios...
–... Y si te descuidas te da por el culo, ¡ja, ja,
ja!
–¿Desean un cigarrillo los señoritos? Una
leche, cabrón, el cigarrillo te lo metes tú por
el culo, “desgraciao”.
–Teníamos que haber cogido todos los cigarrillos
de la bandeja.
–¿Qué van a tomar los señoritos? Mierda,
vamos a tomar, no te jode. Vaya sablazo que nos ha metido el pavo.
–Y para más cojones se le avería la máquina
de cine. No, si llevamos un día.
–¿Qué?–. Dije yo. –¿Volvemos
y nos tomamos un cubalibre?
–Un, un, una... una ¡mierda!, nos vamos a tomar–.
Dijo Julián.
¡Ja, ja, ja! Aquello ya empezaba a cambiar. Ya estábamos
los tres llorando de risa.
–Nada de cubalibre. Yo no voy, que si entro me da la risa.
–Pero si no están echando películas ¿cómo
te va a dar la risa?
–Ya, pero seguro que me da la risa. Si lo sabré yo.
–¿Con que dos duros, eh? ¿Con que peliculitas,
eh?–.
Ya no parábamos de reírnos, hasta que comprobando
nuestros relojes vimos que era la hora de volver al colegio.
Habíamos decidido no contárselo a nadie porque pensábamos
que se iban a reír de nosotros y nos iban a llamar peleles.
Pero al día siguiente, no nos aguantamos las ganas y decidimos
contárselo a otros amigos y, qué sorpresa nos llevamos
porque aunque sí que se rieron todo lo que quisieron no
nos llamaron peleles..., nos dijeron:
–Vaya tres gilipollas. Si es que no se os puede dejar solos.
Estáis acostumbrados al pueblo y en cuanto llegáis
a la capital...os las dan todas en el mismo carrillo. Si es que
sí que tenéis un poco cara de paletos.
–Valentín, que nos ha liado–. Dijo Rafa.
–¿Para qué le habremos hecho caso?–.
Dijo Julián.
Uno de los que nos estaban escuchando dijo:
–Ah, bueno, ya decía yo. Parece mentira que os fiéis
de él, sabiendo cómo es y cómo las prepara.
Lo raro es que él mismo haya sido una de las víctimas–.
Habíamos pagado por primera vez el impuesto de lujo; y
bien pagado por cierto. El día que se lo conté en
casa a mi familia lloraban de risa. Mi padre, que nunca llevaba
dinero en los bolsillos y no sabía cómo estaban
los precios, se llevó un gran disgusto. Aquella noche no
durmió. Al día siguiente como todavía coleaba
la anécdota y seguían los comentarios, acabó
haciéndole gracia y al final también rió.
Aquella fue una anécdota que si cuando la vivimos nos dolió,
luego siempre me gustó contarla. Fue de lo más gracioso
que me sucedió durante aquellos maravillosos seis años.
Unos años después, comentándolo con un compañero
de trabajo, me dijo que Hollywood fue durante algún tiempo
un bar de gays. Pensé, aquello que nos pasó va teniendo
un poco de sentido. No sé por qué me parece que
cuando estuve con la amiga el vino que tomamos no tenía
denominación de origen de Rioja. Siempre espabilando.
A
Paco Rico en particular y a todos los de aquella época
en general.
Carlos
Valentín Gil
- Abril 2017-
|
|