Otro
de los castigos peores eran las flexiones. Venían por el
mismo motivo. Por no guardar silencio, bien fuera en los dormitorios
o en el comedor. Cuando entrábamos en el comedor, había
que entrar en orden y en silencio. Se rezaba y después
el que nos cuidara en ese momento nos decía “Deo
gracias”, lo que significaba que ya podíamos hablar.
Pocos días esperábamos sin hablar hasta el “Deo
gracias” dichoso; unas veces porque el cuidador quería
probar nuestra paciencia, por jodernos un poco; otras veces por
comentar algo antes de que se te olvidara lo que querías
decir a alguno de al lado.
Si la cosa estaba calmada, el castigo podía ser que no
sonara el ansiado “Deo gracias” en toda la comida
o cena y teníamos que estar todo el tiempo en silencio
o susurrando, exponiéndote a que te vieran y te zurraran.
Cuando había marejadilla o el cuidador estaba de levante,
el castigo eran las flexiones. Acabada la comida o cena, generalmente
la cena, salíamos a un patio contiguo al comedor, frente
a los talleres de mecánica. Allí nos colocábamos
guardando cierta distancia unos con otros para no estorbarnos
al hacer las flexiones. El dirigente de la maniobra, casi siempre
el hermano Mayordomo, prefecto de Primero de Oficialía;
se colocaba arriba de las escaleras que iban a dar a los talleres,
desde donde divisaba el movimiento de todos y cada uno de los
que formábamos el “pelotón de los flexionarios”.
Al toque de silbato hacíamos el primer movimiento de la
flexión, rodilla doblada con el consiguiente movimiento
del cuerpo. Al siguiente toque volvíamos a la posición
inicial. Era un ejercicio sencillo. Enseguida lo aprendimos todos.
Sonaba el silbato: pi... pi... pi... pi... No sé cuanto
tiempo estábamos pero aquello se nos hacía eterno.
La gente se caía por agotamiento o intentaba descansar
en algún momento queriendo burlar al del pito, pero éste
no era tonto y enseguida desde su “atalaya” veía
a cualquiera que no llevara el ritmo del silbato. Le llamaba,
y casi antes de que subiera el último peldaño de
las escaleras donde se encontraba, le había atizado un
tortazo que acababa con el individuo en cuestión rodando
por las escaleras. Sin chistar volvía a su sitio para continuar
los ejercicios.
Qué mal se pasaba. Los músculos de las piernas producían
fuertes dolores y calambres al acabar de hacer las flexiones.
Pero ni aún así escarmentábamos. Se nos olvidaba
y pronto volvíamos a las andadas. Volvíamos a hablar
en el comedor y nos volvían a castigar a hacer flexiones.
Mayordomo, permíteme que te diga una cosa: “no eras
mala persona pero en este tema de las flexiones te pasaste, abusaste
de nosotros, no me jodas”.
Si algún día en el comedor, el hermano Mayordomo
veía a dos pegándose, les sacaba a los dos al pasillo
y les decía:
-Pegaos ahora –.
Como es lógico, a los contendientes se les habían
quitado las ganas de pegarse. No sabían qué hacer.
Lo que menos les apetecía en ese momento era pegarse. Como
viera el Mayordomo que no se decidían, los cogía
por los pelos y los pegaba unos cuantos golpes chocando sus cabezas,
como si de venados en celo se tratara. Eran duras lecciones que
a mí no me parecían bien, pero que muchas veces
nosotros mismos buscábamos el castigo. Había gente
muy buena, pero había también gente muy indisciplinada,
lo malo es que siempre pagaban justos por pecadores.
EL
COMEDOR
En este mi primer año en el colegio aprendería
muchas cosas, entre otras, a comer de todo o de casi todo, porque
había comidas que no las comían ni los perros.
Aprendí a comer de todo porque el hambre apretaba, y aunque
mi madre me mandaba algo de comida todas las semanas, eso no servía
más que para engañar el hambre de vez en cuando.
Muchas veces le entran a uno las ganas de comer sólo de
ver como comen los demás.
Recuerdo que las alubias no me gustaban. En mi casa siempre protestaba
cuando las ponía mi madre de comida. Mis padres me obligaban
a comerlas pero no había manera, no me gustaban y no me
entraban. En el colegio cambió la cosa. Yo veía
a los compañeros que se servían unos platos de alubias...
con copa y todo.
Un día me decidí. Vi que aquella situación
no se podía aguantar mucho tiempo; que mi estómago
sufría de hambre. Empecé a comer alubias y acabó
siendo uno de mis platos favoritos. Había que comer alubias,
pues era el primer plato de la mayoría de los días.
Así se armaba luego en los dormitorios. Menudos bombardeos
y menuda peste.
Para desayunar nos daban un gran tazón de leche y un buen
chusco, que untado en la leche nos sabía a gloria.
Pero estaban los “más pudientes” que gustaban
de untar mantequilla en el chusco para fortalecer el complejo
vitamínico del desayuno.
No nos daban cuchillos (porque los “sin mantequilla”
no lo necesitaban); así que los “mantequilleros”
se acercaban a la entrada de la cocina donde les esperaba Reques
–el jefe de camareros – con los cuchillos.
Éste, que era repetidor de 1º de Oficialía,
además de un poco cabroncete; cuando le ponían la
mano para recibir el cuchillo, les daba en los dedos con mala
leche. Muchos, por no aguantar estos golpes –Reques no les
perdonaba ningún día –, dejaron de untar mantequilla;
lo que supuso según llegó a mis oídos unas
grandes quejas por parte de los productores de leche y derivados.
Carlos
Valentín Gil
- Junio 2009 -
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