INSTITUTO POLITÉCNICO

CRISTO REY DE VALLADOLID



 


AQUELLOS INOLVIDABLES AÑOS - CAPíTULO IX

 

1º de Oficialía

 

A primeros de Octubre de 1.970 comenzaba el segundo curso en Cristo Rey. Había pasado unas buenas y largas vacaciones de verano en las que pocas cosas puedo reseñar sin exceptuamos la libertad de movimientos que las vacaciones te proporcionan, las fiestas del pueblo y el olvido por una buena temporada de los libros. Volvía con mucha ilusión, deseoso de encontrarme con los amigos para intercambiar comentarios de las aventuras ocurridas durante el verano.

 

El inglés

Aunque había dejado a un lado los libros del colegio, las vacaciones no fueron motivo para dejar de ir a clase; y así, durante todo el verano estuve yendo a clase de inglés junto con mis hermanos.

Nos daba clase una chica nativa inglesa, de unos diecinueve o veinte años, calculo yo –nunca le pregunté la edad–, que no tenía la menor idea del castellano. No era mucho problema. Además, la pasábamos todo los errores de nuestro idioma por alto, porque ¿quién era el majo que se cabreaba con una tía tan buena? Yo no. Mi hermano tampoco. Mi hermana, tal vez.

Se presentaba en clase con una minifalda, que hacía que mi hermano y yo nos olvidáramos muchos días del inglés para dejarnos llevar solamente por nuestros instintos carnales.

Se sentaba en una silla, con una mesa desguarnecida por delante; casi en plan provocativo, porque, por más que quisiéramos disimular, nuestros ojos desfilaban por todo su estupendo cuerpo y descendían hasta estrellarse con... sus bragas. Que aunque llevaba poca vestimenta, sí que llevaba bragas, ¡hasta ahí podíamos llegar! Estábamos viviendo la época de la minifalda de lleno... y tan de lleno. ¡La madre que lo parió, cómo estaba la tía! Yes.

Teníamos un nuevo prefecto, aunque no era un desconocido. ¿Quién no conocía al Hermano Mayordomo? Tan solo los que habían entrado nuevos en el colegio. Muy pronto se enterarían quién era y como actuaba. En cuanto se cabrease en el comedor. Nueva gente aprendería a hacer flexiones a ritmo de silbato. Mucha.

El comedor era un sitio un poco gafe, vamos a llamarlo así. No se pasaba una por alto, de eso ya se encargaba el Hermano Darío, “el Tacaño”, odiado por todas las generaciones del colegio que le conocieron, por sus “exquisitos” manjares. A la más mínima, tortazo; donde pillara; no le importaba. A mí me parece que no estaba bien de la cabeza.

Un día le mordió un perro que había en la residencia de los más mayores y faltó un “tris” para que hiciéramos fiesta.

No comprendía que estábamos en una edad en que éramos inquietos. No sabía reñir si no era su regañina precedida de un tortazo.

Un día, no recuerdo por qué, me dio tal torzazo en el oído derecho, que desde entonces no he logrado oír bien.

Otro día, recuerdo que a mi amigo Zorita, por dar con el cuchillo en el plato le cogió por las orejas y creo que le giró la cabeza ciento ochenta grados, sin mover el tronco. Seres así no pueden enseñar educación a nadie.

Voy a dejar este tema porque me resulta bastante desagradable y voy a contar otras aventuras en otros lares, fuera de ese infierno que era el comedor.

Habíamos cambiado de dormitorios. Ahora estábamos en los edificios nuevos, en habitaciones de cuatro. Estaban conmigo José María Vaquero, de mi clase; y Melecio y Platón, de mecánica. De cuidador en los dormitorios teníamos a Miguel Frutos, un antiguo alumno y ahora nuestro profesor de Dibujo y Taller. Su habitación era contigua a la nuestra, teníamos un tabique común, por lo que el más mínimo ruido que hiciéramos se oía en su habitación. Era bastante transigente, pero de todos modos procurábamos estar lo más formales posibles. Otra cosa era cuando él se ausentaba del dormitorio, entonces aprovechábamos.


El esputo

Un día nada más acabar el estudio obligatorio por la noche, se fue. Nosotros nos metimos en la cama; eran literas de dos. En una litera estábamos Vaquero y yo y en la otra Melecio y Platón. No recuerdo como empezó el jaleo, pero el caso es que acabamos escupiéndonos los electricistas contra los mecánicos. La superioridad de los chispas se hizo notar enseguida. Vaquero y yo dominábamos la situación. Cuando ya nos estábamos quedando sin saliva, vi a Platón que tenía un buen “pollo” preparado para enviármelo; mi garganta y mis reflejos funcionaron de maravilla porque antes de que él le soltara, ya le había introducido yo uno de los míos justamente en su boca. “Aaagg, qué asco”. En ese instante acabó el combate. Con una rotunda victoria de los chispas y el pobre Platón echando los hígados en el servicio, del asco que le dio. A mí también me hubiera dado mucho asco. Fíjate, un pollo no deja de ser un pollo.

Teníamos ratos muy divertidos en los dormitorios. Nuestro compañero Melecio, natural de Tordehumos, era tartaja y gastaba muy malas pulgas. Vaquero, natural de Peñaflor de Hornija, se reía hasta de su sombra. Ah, se me olvidaba, le apodábamos “el Bisera”, por el gran flequillo que lucía. Platón, natural de Laguna de Duero, era el más formal, pero disfrutaba como un enano con nuestras ocurrencias. Se reía las tripas el tío. Yo, por entonces, ya me estaba erigiendo como uno de los mayores juerguistas. Ya no tenía arreglo. Allí donde hubiera broma y cachondeo siempre estaba.

Melecio y Vaquero se pasaban todo el día discutiendo. “Mele”, que así le llamábamos familiarmente, cuanto más se cabreaba más tartamudeaba; Vaquero se reía y se reía, y le decía alguna de sus payasadas, lo que despertaba la ira de Melecio.

Un día estaban hablando de sus familias y de la fuerza de algunos de sus familiares. No sé por qué llegó a tal extremo aquella conversación; el caso es que Melecio, a trancas y barrancas le dijo a Vaquero:

–Mi padre pega una “ostia” a un tío que no le ve.

–Estará ciego–. Le dijo Vaquero descojonándose con su acostumbrada chufla.

Lo que faltaba. Melecio se levantó de la mesa y se fue a la nuestra; cogió del cuello a Vaquero con las dos manos. Estaba muy excitado y dijo – a más trancas y más barrancas todavía–:

–¿Que e mi i padre e está ciego?–. Seguía apretando cada vez más el cuello de Vaquero. Vaquero ya se estaba poniendo morado. Tuvimos que intervenir Platón y yo, si no, creo que le asfixia. Estaba histérico, y Vaquero no podía hacer nada porque estaba de espaldas y le pilló desprevenido. Tampoco le vino mal el susto por pasarse de guasón. Lo único que hizo cuando le soltó Melecio, fue echarse a reír, el muy maricón. No sin quejarse un poco de la tortícolis que había producido en su cuello las manazas de Melecio. Todavía le siguió diciendo pijadas a Melecio. Vaquero era de los que tampoco tenía arreglo con su forma de ser. ¡Qué ratos!

La mayor parte de los días había algún follón –cisco, barullo, no lo otro– en el dormitorio. Uno de los días, Frutos preguntó por los camorristas. No salió nadie. Nos mandó poner en fila a todos, y uno detrás de otro fue pegando dos tortas en la cara a cada uno de los que habitábamos aquel dormitorio. Algo así como unos ochenta, a dos tortas por cabeza, son unas cuantas tortas. Ya las quisieran dar algunos boxeadores, y sin replica alguna, porque como dice el refrán: “El que da, recibe”. No fue este el caso porque sólo dio uno, recibimos ochenta. Ahí te pasaste, Frutos.

Vaquero y yo teníamos amistad con Frutos, más que nada por nuestra cercanía de habitaciones y por ser uno de nuestros profesores. A finales de mes, nos llamaba a su habitación, si tenía mucho trabajo para que una vez corregidos los exámenes le pasáramos las notas a los expedientes de cada uno de los alumnos a los que daba clase.

Allí pasábamos muy buenos ratos; mientras los demás estaban estudiando, nosotros nos tomábamos unos cubatas y hablábamos con Frutos de las fiestas de los pueblos, de las chicas y de nuestras aventuras dentro y fuera del colegio. Además, si nuestras notas rozaban alguna vez el aprobado nos encargábamos de animarle para que la subiera al cinquillo. No era fácil convencerle, pero al final claudicaba porque nosotros también le ayudábamos pasándole las notas. De todas formas creo recordar que tan solo nos hizo falta una vez a Vaquero y otra a mí, que teníamos un 4,5, lo que tampoco era muy exagerado.

A pesar de nuestras buenas relaciones con Frutos, el día que dábamos mucha guerra también nos castigaba. Un día nos estábamos riendo los cuatro de la habitación. Salió de su cuarto y al ver el cachondeo que estábamos armando nos llevó a los servicios y al más puro estilo del “Mayordomo”, pero sin silbato, nos mandó hacer flexiones.

No estuvimos ni dos minutos. Antes de ir a los servicios yo había cogido unas galletas y las había repartido entre los cuatro –a él no le di, por supuesto–. Hacíamos flexiones y nos seguíamos riendo a carcajada limpia; si a esto añadimos que con cada carcajada salían por nuestras bocas las migas de las galletas, el cachondeo ya era demasiado. Bien es verdad que era motivo para que nos castigara más duro, pero por lo visto, ese día le pillamos de buenas, le hicimos tanta gracia que empezó a reírse él también y antes de que se enterara todo el dormitorio del espectáculo que estábamos montando en los lavabos, decidió perdonarnos. Nos mandó a la habitación advirtiéndonos que se había acabado ya el pitorreo. ¡Cuatro que tenemos chispa!, ya ves.

Vaquero y yo éramos y seguimos siendo buenos amigos, pero esto no quita para que algunas veces hayamos discutido; una vez, incluso llegamos a las manos.

A cada clase le daban un balón de goma –los llamábamos “Curtis”, no sé por qué, si sería esa su marca–, para jugar en los recreos.

Al sonar el timbre que anunciaba la finalización de la clase y el comienzo del recreo, nos preparábamos para salir corriendo y coger el mejor campo de fútbol.

Allí nos juntábamos toda la clase, futboleros y no futboleros, sin profesor, claro, para darle a la bola, no importaba en qué dirección. Tirábamos tanto hacia una portería como hacia otra. Todos íbamos a por el balón.

En una ocasión cogió el balón Vaquero. Todos esperando que centrara, para rematar. Nadie le entraba. Nadie le obstaculizaba, pero todos le metíamos prisa y él como si no fuera con él; se pegó a una banda del campo y a “chupar” él solo mientras nosotros nos impacientábamos. A mí se me acabó la paciencia, me fui a por él y sin más, sin mediar una palabra le arreé un guantazo. Él me lo devolvió. Le di otro y otro me devolvió él. Ahí se acabó la pelea. Después ya empecé con los insultos, insultos que también él me devolvió, aunque en lo de los insultos creo que sí que le gané, le puse a parir, pero en tortazos quedamos igual. El caso es que le cogí el balón y lo centré hacia donde todos estaban esperando. Todos me decían: –Bien Valentín, dale otra ostia a ese Bisera–. Pero la pelea había acabado. Vaquero no volvió a abusar del balón ni de nuestra paciencia en un campo de fútbol, aunque sí que lo haría en otros escenarios. Al poco rato, ya aminoraban los insultos, empezaba el cachondeo y nos hablábamos como dos buenos compañeros.

Otras veces, debido a las ganas de tener el balón en nuestro poder, si alguno no había tocado bola, cuando ésta le llegaba, la cogía con las manos y se echaba a correr hacia donde no había nadie; todos iniciábamos la persecución... Acabábamos de pasar del fútbol al rugby. Eso sí que era el desmadre padre. Joder como nos reíamos.


Los balonazos

Cuando no jugábamos en los campos de fútbol, nos íbamos con el balón a la piscina, que estaba vacía y no se utilizaba para nada. Jugábamos a los balonazos. Ahí sí que de verdad estábamos todos contra todos. El juego era muy fácil; consistía en dar al balón dirigiéndole hacia el cuerpo de otro. ¡Qué balonazos nos pegábamos!, y cómo dolían pero nos aguantábamos porque todos íbamos voluntariamente, ya sabíamos a lo que nos exponíamos.

Había también un peligro. Al lado de la piscina estaba el gimnasio, al que le llegaba la luz a través de unas ventanas cuyos cristales estaban generalmente rotos debido a los balonazos que se nos escapaban sin dar a nadie y sin dar en las paredes de la propia piscina.

Nos prohibieron jugar en la piscina, precisamente por la rotura de los cristales; pero no hacíamos caso. Seguíamos jugando –mejor dicho peleando, porque aquello era más pelea que juego– y seguíamos rompiendo cristales. Las facturas de gastos generales que llegaban a nuestras casas a final de mes veían incrementado su importe debido a la gran cantidad de cristales que rompíamos en la piscina y en otros lugares. Acabaron amenazándonos duramente y no tuvimos más remedio que dejar la piscina como nuestro lugar predilecto de recreo, aunque seguimos jugando a los balonazos en un solar de una nave sin techo que había en el recinto del colegio junto a la carretera.

Carlos Valentín Gil

-Abril 2012-

 



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