A primeros de Octubre de 1.970 comenzaba el segundo curso en Cristo
Rey. Había pasado unas buenas y largas vacaciones de verano en
las que pocas cosas puedo reseñar sin exceptuamos la libertad
de movimientos que las vacaciones te proporcionan, las fiestas
del pueblo y el olvido por una buena temporada de los libros.
Volvía con mucha ilusión, deseoso de encontrarme con los amigos
para intercambiar comentarios de las aventuras ocurridas durante
el verano.
El
inglés
Aunque había dejado a un lado los libros del colegio, las
vacaciones no fueron motivo para dejar de ir a clase; y así,
durante todo el verano estuve yendo a clase de inglés junto
con mis hermanos.
Nos daba clase una chica nativa inglesa, de unos diecinueve o
veinte años, calculo yo –nunca le pregunté
la edad–, que no tenía la menor idea del castellano.
No era mucho problema. Además, la pasábamos todo
los errores de nuestro idioma por alto, porque ¿quién
era el majo que se cabreaba con una tía tan buena? Yo no.
Mi hermano tampoco. Mi hermana, tal vez.
Se presentaba en clase con una minifalda, que hacía que
mi hermano y yo nos olvidáramos muchos días del
inglés para dejarnos llevar solamente por nuestros instintos
carnales.
Se sentaba en una silla, con una mesa desguarnecida por delante;
casi en plan provocativo, porque, por más que quisiéramos
disimular, nuestros ojos desfilaban por todo su estupendo cuerpo
y descendían hasta estrellarse con... sus bragas. Que aunque
llevaba poca vestimenta, sí que llevaba bragas, ¡hasta
ahí podíamos llegar! Estábamos viviendo la
época de la minifalda de lleno... y tan de lleno. ¡La
madre que lo parió, cómo estaba la tía! Yes.
Teníamos un nuevo prefecto, aunque no era un desconocido.
¿Quién no conocía al Hermano Mayordomo? Tan
solo los que habían entrado nuevos en el colegio. Muy pronto
se enterarían quién era y como actuaba. En cuanto
se cabrease en el comedor. Nueva gente aprendería a hacer
flexiones a ritmo de silbato. Mucha.
El comedor era un sitio un poco gafe, vamos a llamarlo así.
No se pasaba una por alto, de eso ya se encargaba el Hermano Darío,
“el Tacaño”, odiado por todas las generaciones
del colegio que le conocieron, por sus “exquisitos”
manjares. A la más mínima, tortazo; donde pillara;
no le importaba. A mí me parece que no estaba bien de la
cabeza.
Un día le mordió un perro que había en la
residencia de los más mayores y faltó un “tris”
para que hiciéramos fiesta.
No comprendía que estábamos en una edad en que éramos
inquietos. No sabía reñir si no era su regañina
precedida de un tortazo.
Un día, no recuerdo por qué, me dio tal torzazo
en el oído derecho, que desde entonces no he logrado oír
bien.
Otro día, recuerdo que a mi amigo Zorita, por dar con el
cuchillo en el plato le cogió por las orejas y creo que
le giró la cabeza ciento ochenta grados, sin mover el tronco.
Seres así no pueden enseñar educación a nadie.
Voy a dejar este tema porque me resulta bastante desagradable
y voy a contar otras aventuras en otros lares, fuera de ese infierno
que era el comedor.
Habíamos cambiado de dormitorios. Ahora estábamos
en los edificios nuevos, en habitaciones de cuatro. Estaban conmigo
José María Vaquero, de mi clase; y Melecio y Platón,
de mecánica. De cuidador en los dormitorios teníamos
a Miguel Frutos, un antiguo alumno y ahora nuestro profesor de
Dibujo y Taller. Su habitación era contigua a la nuestra,
teníamos un tabique común, por lo que el más
mínimo ruido que hiciéramos se oía en su
habitación. Era bastante transigente, pero de todos modos
procurábamos estar lo más formales posibles. Otra
cosa era cuando él se ausentaba del dormitorio, entonces
aprovechábamos.
El esputo
Un día nada más acabar el estudio obligatorio por
la noche, se fue. Nosotros nos metimos en la cama; eran literas
de dos. En una litera estábamos Vaquero y yo y en la otra
Melecio y Platón. No recuerdo como empezó el jaleo,
pero el caso es que acabamos escupiéndonos los electricistas
contra los mecánicos. La superioridad de los chispas se
hizo notar enseguida. Vaquero y yo dominábamos la situación.
Cuando ya nos estábamos quedando sin saliva, vi a Platón
que tenía un buen “pollo” preparado para enviármelo;
mi garganta y mis reflejos funcionaron de maravilla porque antes
de que él le soltara, ya le había introducido yo
uno de los míos justamente en su boca. “Aaagg, qué
asco”. En ese instante acabó el combate. Con una
rotunda victoria de los chispas y el pobre Platón echando
los hígados en el servicio, del asco que le dio. A mí
también me hubiera dado mucho asco. Fíjate, un pollo
no deja de ser un pollo.
Teníamos ratos muy divertidos en los dormitorios. Nuestro
compañero Melecio, natural de Tordehumos, era tartaja y
gastaba muy malas pulgas. Vaquero, natural de Peñaflor
de Hornija, se reía hasta de su sombra. Ah, se me olvidaba,
le apodábamos “el Bisera”, por el gran flequillo
que lucía. Platón, natural de Laguna de Duero, era
el más formal, pero disfrutaba como un enano con nuestras
ocurrencias. Se reía las tripas el tío. Yo, por
entonces, ya me estaba erigiendo como uno de los mayores juerguistas.
Ya no tenía arreglo. Allí donde hubiera broma y
cachondeo siempre estaba.
Melecio y Vaquero se pasaban todo el día discutiendo. “Mele”,
que así le llamábamos familiarmente, cuanto más
se cabreaba más tartamudeaba; Vaquero se reía y
se reía, y le decía alguna de sus payasadas, lo
que despertaba la ira de Melecio.
Un día estaban hablando de sus familias y de la fuerza
de algunos de sus familiares. No sé por qué llegó
a tal extremo aquella conversación; el caso es que Melecio,
a trancas y barrancas le dijo a Vaquero:
–Mi
padre pega una “ostia” a un tío que no le ve.
–Estará
ciego–. Le dijo Vaquero descojonándose con su acostumbrada
chufla.
Lo que faltaba. Melecio se levantó de la mesa y se fue
a la nuestra; cogió del cuello a Vaquero con las dos manos.
Estaba muy excitado y dijo – a más trancas y más
barrancas todavía–:
–¿Que
e mi i padre e está ciego?–. Seguía apretando
cada vez más el cuello de Vaquero. Vaquero ya se estaba
poniendo morado. Tuvimos que intervenir Platón y yo, si
no, creo que le asfixia. Estaba histérico, y Vaquero no
podía hacer nada porque estaba de espaldas y le pilló
desprevenido. Tampoco le vino mal el susto por pasarse de guasón.
Lo único que hizo cuando le soltó Melecio, fue echarse
a reír, el muy maricón. No sin quejarse un poco
de la tortícolis que había producido en su cuello
las manazas de Melecio. Todavía le siguió diciendo
pijadas a Melecio. Vaquero era de los que tampoco tenía
arreglo con su forma de ser. ¡Qué ratos!
La mayor parte de los días había algún follón
–cisco, barullo, no lo otro– en el dormitorio. Uno
de los días, Frutos preguntó por los camorristas.
No salió nadie. Nos mandó poner en fila a todos,
y uno detrás de otro fue pegando dos tortas en la cara
a cada uno de los que habitábamos aquel dormitorio. Algo
así como unos ochenta, a dos tortas por cabeza, son unas
cuantas tortas. Ya las quisieran dar algunos boxeadores, y sin
replica alguna, porque como dice el refrán: “El que
da, recibe”. No fue este el caso porque sólo dio
uno, recibimos ochenta. Ahí te pasaste, Frutos.
Vaquero y yo teníamos amistad con Frutos, más que
nada por nuestra cercanía de habitaciones y por ser uno
de nuestros profesores. A finales de mes, nos llamaba a su habitación,
si tenía mucho trabajo para que una vez corregidos los
exámenes le pasáramos las notas a los expedientes
de cada uno de los alumnos a los que daba clase.
Allí pasábamos muy buenos ratos; mientras los demás
estaban estudiando, nosotros nos tomábamos unos cubatas
y hablábamos con Frutos de las fiestas de los pueblos,
de las chicas y de nuestras aventuras dentro y fuera del colegio.
Además, si nuestras notas rozaban alguna vez el aprobado
nos encargábamos de animarle para que la subiera al cinquillo.
No era fácil convencerle, pero al final claudicaba porque
nosotros también le ayudábamos pasándole
las notas. De todas formas creo recordar que tan solo nos hizo
falta una vez a Vaquero y otra a mí, que teníamos
un 4,5, lo que tampoco era muy exagerado.
A pesar de nuestras buenas relaciones con Frutos, el día
que dábamos mucha guerra también nos castigaba.
Un día nos estábamos riendo los cuatro de la habitación.
Salió de su cuarto y al ver el cachondeo que estábamos
armando nos llevó a los servicios y al más puro
estilo del “Mayordomo”, pero sin silbato, nos mandó
hacer flexiones.
No estuvimos ni dos minutos. Antes de ir a los servicios yo había
cogido unas galletas y las había repartido entre los cuatro
–a él no le di, por supuesto–. Hacíamos
flexiones y nos seguíamos riendo a carcajada limpia; si
a esto añadimos que con cada carcajada salían por
nuestras bocas las migas de las galletas, el cachondeo ya era
demasiado. Bien es verdad que era motivo para que nos castigara
más duro, pero por lo visto, ese día le pillamos
de buenas, le hicimos tanta gracia que empezó a reírse
él también y antes de que se enterara todo el dormitorio
del espectáculo que estábamos montando en los lavabos,
decidió perdonarnos. Nos mandó a la habitación
advirtiéndonos que se había acabado ya el pitorreo.
¡Cuatro que tenemos chispa!, ya ves.
Vaquero y yo éramos y seguimos siendo buenos amigos, pero
esto no quita para que algunas veces hayamos discutido; una vez,
incluso llegamos a las manos.
A cada clase le daban un balón de goma –los llamábamos
“Curtis”, no sé por qué, si sería
esa su marca–, para jugar en los recreos.
Al sonar el timbre que anunciaba la finalización de la
clase y el comienzo del recreo, nos preparábamos para salir
corriendo y coger el mejor campo de fútbol.
Allí nos juntábamos toda la clase, futboleros y
no futboleros, sin profesor, claro, para darle a la bola, no importaba
en qué dirección. Tirábamos tanto hacia una
portería como hacia otra. Todos íbamos a por el
balón.
En una ocasión cogió el balón Vaquero. Todos
esperando que centrara, para rematar. Nadie le entraba. Nadie
le obstaculizaba, pero todos le metíamos prisa y él
como si no fuera con él; se pegó a una banda del
campo y a “chupar” él solo mientras nosotros
nos impacientábamos. A mí se me acabó la
paciencia, me fui a por él y sin más, sin mediar
una palabra le arreé un guantazo. Él me lo devolvió.
Le di otro y otro me devolvió él. Ahí se
acabó la pelea. Después ya empecé con los
insultos, insultos que también él me devolvió,
aunque en lo de los insultos creo que sí que le gané,
le puse a parir, pero en tortazos quedamos igual. El caso es que
le cogí el balón y lo centré hacia donde
todos estaban esperando. Todos me decían: –Bien Valentín,
dale otra ostia a ese Bisera–. Pero la pelea había
acabado. Vaquero no volvió a abusar del balón ni
de nuestra paciencia en un campo de fútbol, aunque sí
que lo haría en otros escenarios. Al poco rato, ya aminoraban
los insultos, empezaba el cachondeo y nos hablábamos como
dos buenos compañeros.
Otras veces, debido a las ganas de tener el balón en nuestro
poder, si alguno no había tocado bola, cuando ésta
le llegaba, la cogía con las manos y se echaba a correr
hacia donde no había nadie; todos iniciábamos la
persecución... Acabábamos de pasar del fútbol
al rugby. Eso sí que era el desmadre padre. Joder como
nos reíamos.
Los balonazos
Cuando no jugábamos en los campos de fútbol, nos
íbamos con el balón a la piscina, que estaba vacía
y no se utilizaba para nada. Jugábamos a los balonazos.
Ahí sí que de verdad estábamos todos contra
todos. El juego era muy fácil; consistía en dar
al balón dirigiéndole hacia el cuerpo de otro. ¡Qué
balonazos nos pegábamos!, y cómo dolían pero
nos aguantábamos porque todos íbamos voluntariamente,
ya sabíamos a lo que nos exponíamos.
Había también un peligro. Al lado de la piscina
estaba el gimnasio, al que le llegaba la luz a través de
unas ventanas cuyos cristales estaban generalmente rotos debido
a los balonazos que se nos escapaban sin dar a nadie y sin dar
en las paredes de la propia piscina.
Nos prohibieron jugar en la piscina, precisamente por la rotura
de los cristales; pero no hacíamos caso. Seguíamos
jugando –mejor dicho peleando, porque aquello era más
pelea que juego– y seguíamos rompiendo cristales.
Las facturas de gastos generales que llegaban a nuestras casas
a final de mes veían incrementado su importe debido a la
gran cantidad de cristales que rompíamos en la piscina
y en otros lugares. Acabaron amenazándonos duramente y
no tuvimos más remedio que dejar la piscina como nuestro
lugar predilecto de recreo, aunque seguimos jugando a los balonazos
en un solar de una nave sin techo que había en el recinto
del colegio junto a la carretera.
Carlos
Valentín Gil
-Abril 2012-
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