Seguímos
en 1º de Oficialía... |
Hasta siempre José Carlos
Como
he dicho anteriormente, los pupitres de clase eran dobles. Estábamos
colocados por orden alfabético. Mi compañero era
José Carlos de la Torre, un chico de Castronuevo de Esgueva
. Nos llevábamos muy bien. Éramos muy buenos amigos
y buenos compañeros. Yo era un poco más espabilado
que él y le ayudaba en todo lo que podía. A él
no le gustaba estudiar –a mí tampoco–, ni le
gustaba el colegio –a mí sí–. Lo noté
enseguida, a pesar de ello traté de darle ánimos
para que aguantara y estudiara unos años, que el bien sería
para él, que no se podía poner a trabajar a los
catorce años, teniendo la oportunidad de estudiar; pero,
no había nada que hacer. Estaba dispuesto a dejar los libros
definitivamente.
Un día en clase de dibujo, Frutos nos estaba dando una
clase teórica, y en vez de ir a una aula de dibujo nos
quedamos en nuestra clase. Yo tenía un bocadillo metido
en el cajón; la clase me estaba aburriendo, y para entretenerme
me dispuse a dar buena cuenta del bocadillo, siempre con precaución
para que no me viera el profesor. En un momento en que me puse
a dar uno de los últimos zarpazos me vio Frutos y me echó
de clase. No se conformó con mi expulsión y también
echó a mi compañero, que no había tenido
ni arte ni parte en aquel festín.
José Carlos le dijo que él no estaba comiendo, que
no estaba haciendo nada; pero no hubo manera de convencer a nuestro
joven profesor, que se coló en esta ocasión, y fue
un error que tuvo sus consecuencias, pues fue la gota que necesitaba
el vaso para desbordarse. Yo hablé también con Frutos
y le dije que mi compañero no había hecho nada,
que fui yo sólo, pero no le convencí. Fue un golpe
muy duro para José Carlos.
Mientras estábamos fuera de clase esperando a que acabara
la misma, me dijo:
–El viernes me voy a casa con el permiso de fin de semana
y ya no vuelvo; no hay derecho a esto.
Necesitaba una excusa para dejar de estudiar y la acababa de encontrar.
Yo le dije que no le diera demasiada importancia a aquel incidente,
que cualquiera podía equivocarse. Le pedí perdón
por ser el causante de su expulsión y le animé para
que olvidara lo sucedido. No hubo manera; seguía en sus
trece. Lo tenía todo decidido.
Llegó el fin de semana, se fue para su pueblo, y el lunes
al pasar lista no apareció por ningún lado. El prefecto
preguntaba por él y yo decidí ir a su cuarto para
contarle la conversación con mi compañero. Lo del
bocadillo, claro está, no se lo conté. ¡Nos
jodió!. Desde aquel día se convirtió en mi
ex-compañero, porque no volvió.
A mí me afectó mucho, porque era un gran chaval.
Acababa de perder a un gran compañero, al amigo no lo perdí,
porque algunas veces nos hemos encontrado por la calle y nos hemos
demostrado que aquella amistad todavía perdura.
El
Padre Novoa
|
Nuestro
Padre Espiritual y profesor de Religión era el Padre
Novoa: una buena persona y a veces un cachondo mental. Hablaba
por los codos. Medía “uno ochenta y tantos”.
No castigaba a nadie, así que no tenía un
solo enemigo. Todos le apreciábamos. Si a esto añadimos
que no suspendía a nadie, pues qué vamos a
decir de él; que era una bella persona. Incluso disfrutábamos
confesándonos con él. Le contabas todo lo
contable y te absolvía sin más; no sé
si es que consideraba que nuestros pecados eran muy normales
para nuestra edad, pero, si mal no recuerdo, jamás
se enrolló con nadie en una confesión; con
lo que le gustaba enrollarse por la calle. |
Cuando había varios confesores, el noventa por ciento íbamos
a él. Entraban y salían los tíos del confesionario
como balas. Mientras él confesaba a diez, los otros todavía
estaban con el primero contándole vete a saber qué
o recibiendo una regañina de aúpa. No sé
si su manera de proceder era buena, pero nosotros estábamos
todos de acuerdo, era el mejor confesor. Ibas a confesarte sin
ningún tipo de complejo ni miedo a que el confesor te echara
ninguna bronca o se pusiera en plan pelma como algunos, que mientras
te querían persuadir de que no hicieras esto o lo otro,
lo que lograban era que no te arrepintieras lo más mínimo
de lo que habías hecho y volvieras a cometer las mismas
faltas.
Aparte de estos detalles del Padre Novoa, no creo que haya más
que reseñar, sino decir que era una de las personas más
originales y más sencillas a la vez que me encontré
en el colegio.
Ejercicios
Espirituales
Teníamos
durante el curso dos o tres días de ejercicios espirituales.
Eso significaba dejar las clases y estar prácticamente
todo el día metido en la iglesia oyendo las pláticas
de algún cura de la misma orden que los que regían
el colegio.
Me gustaban bastante; aunque era un poco pesado. Te daban la oportunidad
de reflexionar un poco sobre tu vida y pensar en llevar otra vida
lo más cristianamente posible. Todos nos confesábamos
y comulgábamos. Todos acabábamos con caras de niños
buenos e inocentes, de tímidos, de los que no matan ni
una mosca. Surtía un efecto en nosotros aquellos ejercicios
espirituales que todos sentíamos un cambio total en nuestras
vidas. Perdonabas a todo el mundo todas las faenas que te hubieran
hecho. Hacías amistades que nunca habías pensado
hacerlas, por la cosa del contraste de pareceres o de forma de
ser. En pocas palabras, salías hecho una rosa. Pensándolo
ahora fríamente, a lo mejor lo que nos hacían era
un lavado de cerebro, y aquello realmente era una comedura de
coco.
Fuera lo que fuere, a mí aquello no me disgustaba, me daba
la oportunidad de reflexionar sobre mi vida y no me parecía
malo.
El problema era, cuanto duraría aquella nuestra bondadosa
actitud. Generalmente no pasaba de un mes. Luego, todos salíamos
de aquel hipnotismo y volvíamos a la realidad, a ser como
antes; a ser como nos parió nuestra madre, cada uno de
una manera, claro está. No nos servía de mucho pero
creo que una reflexión de vez en cuando no viene mal a
nadie.
Durante ese mes estábamos muy pacíficos, no decíamos
ni tacos, así que nuestros profesores y cuidadores, tan
contentos. No dábamos guerra ni en clase, ni en el comedor
ni en los dormitorios. Lo malo del caso es que cuando explotábamos,
venían todas seguidas: flexiones por mal comportamiento
en el comedor; cruces del delegado de clase por ser niños
malos y más horas de estudio por no guardar silencio en
el dormitorio. Castigos y más castigos. No teníamos
remedio, aunque poco más tuvieran las personas que se responsabilizaban
de nosotros.
La
lima
El
taller de mecánica fue siempre gafe para mí. Si
en el curso anterior me llevé más de un tortazo
del hermano Manso, eso no me hizo escarmentar; esta clase no me
gustaba lo más mínimo. La pena era que no podía
escurrir el bulto y hacer novillos sin causa justificada; era
suficiente motivo para la expulsión automática del
colegio; así que no me quedó más remedio
que aguantar el chaparrón.
Con la lima en las manos y la pieza dispuesta en el tornillo para
su transformación me disponía a trabajar un poco
esa pieza. Cuando me cansaba de aquella tarea, y nuestro profesor,
el señor Fidel no andaba por aquellos aledaños,
cogía trozos de hierro que se serraban de alguna otra pieza
y me dedicaba a hacer cruces y corazones; mira por cuanto, aquello
sí que me gustaba. A lo mejor es que los hacía con
la ilusión de que algún día fueran un regalo
para conquistar a alguna chica. A lo mejor...
Bueno, pues el caso es que hacer esas pijadinas sí que
me gustaba.
El taller de mecánica era una nave llena de bancos en los
que estaban instalados los tornillos para sujetar las piezas.
Estos bancos estaban separados por un pasillo central, pasillo
que dividía las dos clases que allí practicábamos
el arte de la lima. Los que habían elegido la especialidad
de la mecánica, y nosotros, que aunque nuestra vocación
de momento era la electricidad o la electrónica, necesitábamos
un poco de práctica con la lima, para trabajos posteriores,
nos decían.
Los de mecánica tenían otro profesor, el señor
Carrillo. Éste y el señor Fidel tenían sus
respectivos cuartos atrás, al final de la nave. Allí
íbamos con nuestras piezas acabadas o medio acabadas para
que las revisaran y dieran por finalizado nuestro trabajo o nos
aconsejaran qué debíamos hacer si la pieza no iba
bien.
Un día, cansado de limar y limar en la pieza que me habían
asignado, cogí un cacho de chapa y me dispuse a hacer con
aquello una cruz.
Me gustaba cómo me estaba quedando; ya casi la tenía
acabada, cuando, pasó a mi lado el señor Carrillo,
me vio lo que estaba haciendo, me mandó sacar la “casi
cruz” del tornillo y me dijo:
-Vete donde el señor Fidel y le dices que te ponga la nota
en esta pieza que estás haciendo.
Yo no sabía qué hacer. Al final, muy a pesar mío,
salí al pasillo en dirección hacia el cuarto del
señor Fidel. Iba andando tranquilamente mientras el señor
Carrillo miraba para ver si le obedecía. Yo miraba hacia
atrás para ver si en realidad me estaba mirando. Como viera
que ya estaba llegando al destino mandado por él, se volvió
y siguió hacia delante. En cuanto le vi volverse, me volví
y como un rayo me coloqué en mi banco de trabajo.
Cuando pasaba después por mi lado, me las apañaba
para levantar el codo mientras limaba para cubrirme la cara, para
que no me viera y reconociera y me preguntara por mi nota en aquella
original pieza.
Ahí acabó la cosa, porque ni el señor Carrillo
volvió a hablar conmigo ni el señor Fidel se enteró
del suceso. Al menos no se volvió a hablar del asunto,
de no ser que el comentario saliera de mi boca; porque para mí,
aquello, fue una verdadera hazaña y un buen golpe de suerte.
También podía haber cobrado en aquella ocasión.
Una buena jugarreta que contaba a mis compañeros con verdadero
orgullo, demostrando mi astucia en aquella desagradable situación.
Al final de curso, mi nota en taller mecánico no llegó
al cinco, pero no pasó nada, porque no era asignatura oficial
para nosotros los que estudiábamos electricidad-electrónica.
Ya lo sabíamos antes de empezar el curso.
¡Qué ratos!
Habíamos cambiado de profesor de Literatura. Ya no era
don Marcelo, quien tantos tortazos me había dado en el
curso anterior; nuestro profesor este año era el hermano
Miguel Ángel: estatura normal y flaco, flaco, prácticamente
en los huesos. Tenía mucho genio y nos voceaba para hacerse
respetar, pero como si no; a sus espaldas, claro, nos burlábamos
de él. No recuerdo ninguna anécdota reseñable
en las clases de esta asignatura, así que sigamos con otro
tema.
Árbitro de fútbol
En
el recreo que teníamos al finalizar las clases matinales
había competiciones deportivas entre clases: fútbol,
balón-cesto y balón-mano. También hacíamos
de árbitros si así nos lo mandaban.
Recuerdo que sólo arbitré un partido de fútbol.
El hermano Mayordomo, nuestro prefecto, me lo prohibió
tras pitar ese partido. Se habían quejado de mí
los dos equipos –ya ves qué chorrada-, porque saltaba
cuando pitaba un gol, como si lo celebrara. ¡Coño,
pero saltaba con los tantos de los dos equipos! ¡Joder,
que no creo que fuera ningún crimen, vamos digo yo! Bueno,
pues no estuvo bien vista mi actitud y “me retiraron la
licencia”.
Los cachos de pastas
Había
en el barrio de la Victoria, próximo al colegio, una fábrica
de pastas.
Como para nosotros lo de comprar una caja de pastas era un lujo;
algunos días si nuestra economía no era muy mala,
nos acercábamos a la fábrica y comprábamos
un duro de cachos de pastas, que eran los cachos defectuosos que
salían en la elaboración, o sea el mismo material
que las pastas enteras; pero diferente. Eso sí, nos llenaban
una gran bolsa y ... la verdad sea dicha, aquellas “puchas”
nos sabían a gloria. Si todo es mentalizarse... ¿Acaso
no hay que hacer migas una pasta cuando la metes en la boca y
la masticas para tragarla mejor?
¡Qué estrecheces!
El
cuchillo
Mis
notas ya no eran tan buenas. Aunque no tenía suspensos,
mi madre no estaba muy contenta con las mismas. Decidió
ir a hablar con el Prefecto, el hermano Mayordomo. Éste
no le aclaró nada porque pensaba igual que ella. Ninguno
de los dos sabía que yo durante el primer curso saqué
tan buenas notas porque no necesitaba estudiar nada, conocía
prácticamente todas las materias. Durante los años
que estuve con mi padre en la escuela aprendí mucho de
todo. Al final llegaron a una conclusión; a la que se llega
siempre en estos casos: que tenía que estudiar más,
que podía sacar mejores notas si me lo proponía.
Pero yo nunca he sido buen estudiante y seguí estudiando
lo mismo y sacando notas similares a las anteriores a la charla
mantenida entre mi madre y el hermano Mayordomo.
Un día me llamó el hermano Mayordomo a su cuarto.
Pensé que me iba a sermonear sobre mis notas. Me equivoqué
por completo; el motivo era que habían encontrado en mi
pupitre un cuchillo que pertenecía al comedor. Estaba rigurosamente
prohibido sacar cualquier cubierto del comedor, pero algunos hicimos
caso omiso a esta advertencia y sacábamos de vez en cuando
un cuchillo para cortar el chorizo que nos mandaban de casa, que
entonces era la colaboración de nuestros padres en lo de
“la lucha contra el hambre”.
Se conoce que echaron de menos algunos cuchillos, que le salió
de ojo al “Tacaño” (hermano encargado de alimentarnos)
y decidieron hacer un registro por las clases. Los demás
lo tendrían bien escondido porque no vieron ninguno más.
Yo prácticamente no lo tenía escondido por lo que
enseguida lo vieron y lo llevaron al cuarto del Prefecto.
Me echó una bronca monumental. Yo me temía lo peor.
Abundaban las amenazas de expulsión del colegio por la
más mínima falta, y lo del robo era una falta muy
grave. No me acuerdo del argumento que expuse al hermano Mayordomo
para que el castigo no fuera muy severo. El caso es que yo no
lo había hecho con mala intención, y menos de robar,
y pude convencerle. A pesar de todo, me costó quedarme
a estudio durante unos cuantos sábados, como castigo. Sí,
porque seguía habiendo estudio los sábados para
los que tenían mal comportamiento.
Más cruces
Teníamos
un nuevo delegado de clase. Otro repetidor de curso; mi amigo
Puente; un chico bastante majo pero con malas pulgas si le hacías
cabrear. Era puro nervio y tenía mucha fuerza. Yo, a pesar
de ser su amigo, como seguía en el mismo plan que en el
curso anterior, es decir, seguía siendo muy inquieto, no
paraba de dar guerra. Tenía mi ficha de comportamiento
llena de cruces. Las cruces no me metían miedo, aunque
los sábados que me tocaba quedarme a estudiar me cagaba
y me meaba, pensando lo estúpido que era; no sabía
estarme quieto durante la semana y después, para un día
libre que teníamos, me tocaba estar en el colegio encerrado
mientras mis amigos se iban a disfrutar por la ciudad.
Cada uno tenemos una manera de ser y yo no estaba preparado para
cambiar tan deprisa. Aunque no me considero un gamberro, sí
que he de decir que he armado muchas picias, la mayoría
sin hacer daño a nadie, y cuando he dañado a alguien
ha sido sin mala intención. Si he de presumir de alguna
cosa, es de mi buen humor durante la mayor parte del día
y de la aceptación de este buen humor por todas las personas
que han convivido conmigo. He tenido muchos y muy buenos amigos
durante mi vida colegial. Amigos que siempre que han podido me
han echado una mano y me han defendido, y me han alentado cuando
me ha hecho falta; y que han sufrido cuando me han visto sufrir.
Esos amigos sólo se tienen cuando todas estas relaciones
son mutuas. Amigos de esta clase no le salen a uno todos los días.
Hay que ganárselos. Una de las cosas que más tengo
que agradecer a esta mi etapa de estudiante es la oportunidad
que me dio de conocer a tanta gente que tanto me han querido y
me han estimado. Había una gran unidad entre nosotros,
a pesar de que también había gran diversidad de
caracteres. Puede que toda esta gente me apreciara tanto porque
sabía que me gustaba estar en todos los ambientes, con
todo tipo de gente; además siempre destaqué por
mi buen humor; humor que podía plasmarse en los chistes
–para cualquier conversación o tema tenía
uno en los labios-. Luego, con muchas o pocas cualidades me dio
por imitar a personajes famosos de la televisión, con una
gran aceptación de todos mis compañeros.
Esto me daba muchos ánimos para seguir amenizando a la
gente. Me estaba consagrando como un humorista, aficionado, por
supuesto. Me estaba preparando para ser el humorista que nunca
fracasaría en los festivales del colegio, y aquello me
encantaba.
Disfrutaba haciendo reír. Hacía que la gente se
olvidara por unos momentos de las preocupaciones de los estudios
y riera y riera, como si verdaderamente no existieran las preocupaciones.
No es fácil esta faceta porque creo que hacer reír
es una de las cosas más difíciles que existe. Me
consideraba afortunado al tener este don tan valioso reservado
a tan pocas personas.
El
Cantalejo
Había
otros motivos que hacían que nos olvidáramos de
las penas, uno de ellos estaba en la clase de Higiene. Nos la
daba el hermano Cantalejo. Un marica según decían,
que por lo visto se había querido “tirar” a
alguno cuando le había mandado bajarse los pantalones en
la enfermería, cuando éste había ido a consultar
un simple catarro, alegando que le iba a poner un supositorio.
Sí supositorio.
El hermano Cantalejo era Ayudante Técnico Sanitario, y
como era el que más entendía de medicina en el colegio,
le pusieron como responsable de la enfermería. He de reconocer
una cosa, su manera de ser no sé como sería, porque
yo no tuve ninguna experiencia con él; pero como enfermero,
había que reconocer que era bueno.
Estudiaba medicina. Como también decían, se lo pagaba
la Compañía de Jesús. Cuando acabó
la carrera dejó la orden y nunca más supimos de
él.
Pero a lo que vamos; no quiero meterme en la vida privada de los
demás. Teníamos clase de Higiene y Seguridad en
el Trabajo, que así se llamaba la asignatura, una vez a
la semana. Aquello era un desmadre monumental. Nadie le hacía
ni puto caso.
Algunas veces nos ponía filminas. Apagábamos las
luces para que se vieran mejor. Los fumadores nos íbamos
a la parte de atrás de la clase a fumar un cigarro. Ni
se enteraba, o por lo menos nunca dijo nada. Nos cachondeábamos
de él todo lo que queríamos y, o no se daba por
aludido o le importábamos un bledo nosotros y su clase.
Para aprobar los exámenes de Higiene bastaba meterle mucho
rollo; se decía que no leía ningún examen.
También nos dio un curso de Socorristas de la Cruz Roja.
El curso duraba tres meses. Había que hacerlo a ratos:
un sábado por la mañana, como no teníamos
clase, nos explicaba todo lo relacionado con la respiración
artificial. Otro sábado cómo atender a los que sufren
quemaduras; otro sábado, picaduras de insectos, mordeduras
de serpientes, etc. Otro, vendajes, hemorragias, torniquetes...
Para sacar el título no había más que hacer
un trabajo sobre cualquier auxilio de los citados anteriormente
–que lo copiábamos del libro que él nos vendía
por cincuenta pesetas–, “dar el número de ropa
del colegio y nuestro domicilio”. Acabado el curso y entregados
los trabajos, como nos apuntábamos todos, todos acabábamos
siendo socorristas de la Cruz Roja, pues todos aprobábamos.
Iba a entregarnos el diploma un médico de la Cruz Roja,
que no quiero decir su nombre porque me enfado –más
adelante diré por qué-, ahora no me parece el momento
más oportuno porque mi enfado se debe a una consulta que
tuve con él años después, y no me pudo tratar
peor de lo que me trató, o mejor dicho, no me pudo hacer
menos caso del que me hizo. Bueno, pues nos dio el diploma, nos
puso una insignia, y todos tan contentos con nuestro diploma y
nuestra insignia que nos acreditaban como Socorristas de la Cruz
Roja.
Era el primer título que conseguíamos. Nuestra alegría
se podía calificar de “inenarrable”. Según
nos habían preparado para atender primeros auxilios, más
valía que no tuviéramos que actuar porque para el
accidentado mejor sería que rezara y se olvidara de nuestros
auxilios.
Carlos
Valentín Gil
-Marzo 2013-
|
|